El cazador y la cibakala

Cilembi ne cibakala 

​Este es el cuento…

—¡Cuéntanoslo!

Érase una vez un cazador de ratas. Un día fue al bosque a colocar trampas. Apenas llegó, instaló varias y regresó a casa.

A la mañana siguiente, partió muy temprano a controlar sus trampas pero ninguna había cazado a una rata, sea que estaban como él las había dejado, sea que se habían activado solas sin haber cogido nada. Lo mismo sucedió durante varios días, a la gran sorpresa del cazador que las había colocado.

El día siguiente, mientras que iba de nuevo al bosque, empezó a decirse a sí mismo:

Esta vez, si no pillo a ninguna rata, saco los lazos y pongo punto final a esta aventura. ¡Estoy realmente harto!

Al llegar al bosque inspeccionó todas las trampas pero no encontró nada. Pero cuando llegó a la última, le sorprendió comprobar que ésta había cogido una rata, de tamaño mediano, una Cibakala, para ser exactos. Muy alegre a pesar de que la presa no fuera muy importante, tendió la mano para sacar a la Rata de la trampa, pero ésta le habló en estos términos:

— Señor, hazme un favor, perdóname la vida y a mí me tocará un día salvarte también.

El cazador le replicó:

— Vete al diablo; hace varios días que estoy sin comer carne, deja de distraerme.

Sin embargo, la Rata continuó suplicándole y al final el cazador se apiadó de ella y la liberó de la trampa, dejándola partir.

La Rata se fue y en el camino se encontró con un Leopardo apenas muerto. Cogió su cráneo, lo guardó en el zurrón y continuó su paseo.

Algunos días más tarde, el cazador regresó al bosque pero no para colocar trampas sino para extraer vino de rafia. Al llegar allá, se subió a la rafia y extrajo el vino en cantidad suficiente. Pero cuando se disponía a bajar, vio a un Leopardo al pie de la rafia y se puso a temblar muy fuerte por el miedo. El Leopardo le dijo:

— Señor, baja de la palmera y dame vino para beber.

El hombre se dijo a sí mismo:

— Estoy perdido, no puedo dejar de bajar. ¿Un hombre muerto puede aún temer pudrirse? 

Bajó entonces de la palmera y colocó la calabaza de vino en el suelo. El Leopardo le dijo:

— Yo, tal como me ves, ya he comido nueve personas, sólo me queda una para llegar a diez y es una suerte que te haya encontrado hoy. Sírveme rápido de beber para que te devore.

Casi muerto de miedo, el cazador se dijo a sí mismo:

—¿Cómo podría salir de este apuro? Si fuera pájaro ¿No hubiera volado?

Mientras que el pobre cazador meditaba sobre la llegada de su última hora, el Leopardo introdujo la mano en el zurrón y sacó nueve cráneos humanos. Le dio uno al cazador y le ordenó que le sirviera vino ahí dentro. Temblando de miedo, éste cogió el cráneo y comenzó a servir el vino. Cuando sólo había servido algunas gotas, la Rata Cibakala salió de pronto de la mata de árboles y les saludó, a lo que el cazador y el Leopardo respondieron solícitamente. Y continuó diciendo:

Yo también tengo sed de vino. Pero en el lugar de dónde vengo ya he comido a nueve leopardos; sólo me falta uno para llegar a diez; es una gran suerte haber encontrado a éste, ¡gracias a Dios!

Ahora eran tres. El cazador sirvió vino en el vaso de madera que le tendió a la Rata Cibakala. Ésta le dijo:

— Señor, un momento; yo no bebo nunca en vasos de madera.

Inmediatamente, introdujo la mano en el zurrón y sacó un enorme cráneo de leopardo, aún más grande que el del felino que estaba allí con ellos, y que además sangraba. Al ver el cráneo, el Leopardo se puso a temblar de miedo y con el rabo entre las patas, huyó inmediatamente por el bosque, levantando las hojas muertas y rompiendo las lianas a su paso.

El cazador y la Rata se quedaron solos. Recordándole al cazador lo que le había dicho unos días antes, Cibakala insistió:

—¿Ves? ¿Qué hubiera sido de ti? Levanta las calabazas y vuelve a tu casa.

El cazador se fue indemne, recordando las palabras de la Rata.

Así es que desde entonces se acostumbra a decir a modo de refrán: “Hazme un favor, que te lo devolveré un día, incluso tarde por la noche”.

Así acaba el cuento.