Kabùlùkù, Ngulungù y Nkàshààmà

Kabùlùkù, Ngulungù ne Nkàshààmà

​Érase una vez, Ngulungù y Kabùlùkù, que vivían en el mismo pueblo. Un día la esposa de Kabùlùkù dijo a su marido:

Esta vez, los hijos que traiga al mundo sólo se acostarán sobre una piel de leopardo, nunca más sobre una estera.

Para satisfacer el deseo de su mujer, Kabùlùkù meditó sobre la manera en que iba a conseguir una piel de leopardo. Entonces hizo preparar una deliciosa comida cuyo olor le hacía venir agua a la boca a quienes pasaban por allí. Era un gallo cocido en aceite de palma y condimentado con cὶlwà-beenyi.

Kabùlùkù cogió la comida y se dirigió hacia la casa de Nkàshààmà-kankenz’à-moyumbù. Ésta estaba sentada frente a su casa y al pasar Kabùlùkù, sintió el olor del pollo y tuvo muchas ganas de comerlo. Entonces se dirigió al viajero:

— Tío, ¿A dónde vas con esa comida tan deliciosa?

El otro le respondió:

— Se la llevo a Ntambwe, íntimo amigo mío.

Nkàshààmà le dijo:

— Dame un poco a mí, para que nos hagamos amigos.

Kabùlùkù le replicó:

— No, tú eres malo, como todos saben; no te daré mi comida pues sé que terminarás devorándome.

Pero Nkàshààma insistió:

— No, por favor, tío querido, te juro por la memoria de mi padre que no te comeré.

Entonces, para excitar las ganas de su interlocutor, Kabùlùkù le hizo probar sólo un trocito que cortó de la pata del pollo. Y apenas este último lo comió, tuvo todavía más ganas. Pero simulando partir, Kabùlùkù se dirigió a Nkàshààmà en estos términos:

— Tío, ¡tus garras me asustan!

Diligentemente, éste le respondió:

No te preocupes por mis garras, enseguida las corto para que te tranquilices. Y uniendo el gesto a la palabra, Nkàshààmà cogió un cuchillo y se arrancó las garras una por una. Entonces Kabùlùkù le dio sólo un ala de pollo, para excitar aún más su hambre.

Luego le dijo:

— Tío, debo partir, ¡tus colmillos me aterran!

Nkashààmà le replicó inmediatamente:

— No, tío, tranquilízate, enseguida los rompo para que te tranquilices.

Y al decirlo, cogió un trozo de piedra y se rompió todos los dientes. Kabùlùkù le sirvió otro trozo de carne diciéndole esta vez:

— Tío, ¡tus ojos me dan un miedo terrible!

Entonces por culpa de la carne de pollo, Nkàshààmà cogió un cuchillo y se reventó ambos ojos. Al darse cuenta de que este último acababa de perder la vista, Kabùlùkù lo mató a golpe de machete y le sacó enseguida la piel, llevándola a su mujer, que acostó a sus hijos encima, con gran satisfacción.

Un día la mujer de Ngulungù fue a dar una vuelta a la casa de los Kabùlùkù, encontrando a los niños acostados sobre una piel de leopardo y se dijo a sí misma:

— Mis hijos también deben acostarse sobre una piel de leopardo, como los de los Kabùlùkù.

A partir de ese día se puso a atormentar a su marido, exigiéndole que le consiguiera a cualquier precio una piel de leopardo para acostar a sus hijos. Harto, Ngulungù fue a la casa de Kabùlùkù pero éste no le contó cómo había procedido, sólo le dijo que había regalado comida a Nkàshààmà y que lo había matado mientras que éste estaba comiendo.

Al volver a su casa, Ngulungù hizo preparar un pollo, un enorme gallo, más precisamente, y se puso en camino hacia la casa de Nkàshààmà. Al llegar allí, le entregó la comida y le dijo inmediatamente:

He venido en visita de amigos, esta es la comida que te traigo para consolidar nuestra relación.

Nkàshààmà le agradeció, cogió la comida y se puso a comer. Entonces Ngulungù cogió un garrote y cuando trataba de golpearlo, aquél lo esquivó, se abalanzó sobre él y le seccionó la cabeza de un mordisco.

Así murió Ngulungù, por codicia y estupidez.

Así termina el cuento…

Por allí termina.